Las calles se encontraban más silenciosas, las personas eran
menos con cada hora que pasaba, con el frío acentuándose y la gente reuniéndose
en locales, en sus casas, en bares u en hoteles. No había llovido, pero el
fresco de la madrugada era suficiente para apretarse las chamarras, los jersey
o los suéteres que los transeúntes llevaran puestos. Cayo en cuenta de que
salían del local una vez el frío golpeó su rostro y zarandeó un poco del adormecimiento
causado por el alcohol, el encierro y el
ruido ensordecedor y constante, pero, no obstante, no fue lo suficiente
como para que se arrepintiera de lo que estaba a punto de suceder. Su
compañera, por el contrario, parecía llevar muy bien el papel guía de este
encuentro, mostrándose fascinada con lo que estaba por pasar y casi orgullosa
de la compañía que tenía esta noche. Lo guío calle arriba, alejándose del
columpio, cruzando la calle, moviéndose hacía una lateral.
Caminaron lado a lado, sin tocarse, alejándose del local sin
prisa, sin pensar a donde iban pues el destino no importaba realmente, a ella sólo
le interesaba el tipo de sitio en el que pudieron esconderse. Buscaba discreción,
algo alejado del viento, alejado de dónde pasaría una persona normalmente,
parecía distraída pero en realidad iba completamente abstraída con la idea de
realizar su propósito. La necesidad hacía él era intensa y completamente
carnal. Lentamente, alentado quizás por la entrega que ella parecía
demostrarle, pasó su brazo por sus hombros y permitió que ella rodeara su
espalda, pero pronto su mano viajo a la cadera y descendió hasta meterse en el
bolsillo izquierdo trasero de su pantalón. Él se inclinó, aprovechando, y
presionó, por un instante, su nariz contra su pelo; pudo oler los químicos que
contenía, el perfume que se había puesto horas antes y el olor natural de su
piel. Se estremeció, invadido por una intensa ola de deseo que no fue incapaz
de controlar, pero que quedo escondido con el clima frío que comenzaba a
calarle.
Cuando ella se detuvo, mirando hacía un lado de la calle, no
supo advertir del tiempo que llevaban caminando. Miró hacía donde ella miraba y
esperó, pero ella no se movió. Al mirarle le pareció que ella estaba esperando
por su aprobación. En silencio, accedió y dio un paso que marcó la aceptación
de la idea no expresada. La calle estaba desolada, oscura y sin tránsito, justo
al lado había un callejón oscuro que no despedía mal olor. Entraron allí,
caminando como por casualidad, el cuerpo de ella cada vez más cerca del suyo.
Empero, él no avanzó, no se movió sino hasta que la oscuridad los acogió por
completo. Entonces se recargó contra la áspera pared, y aquella aspereza le paso a través
de su chaqueta de cuero y llego a la piel reseca de sus brazos y espalda.
Ella era suave, tan suave como lo sería una mujer que se
cuidaba la piel con cremas económicas. Su
peso recayó en su pecho, apoyando sus manos de uñas largas en los pectorales y
levantando la cabeza en busca de sus labios. Se encontró con la mirada violeta
que la observaba serenamente, entre confiado y tranquilo. Mirada que reflejaba
únicamente una pantalla falsa pues podía sentir, debajo de las yemas de sus
dedos, como corría el corazón desbocado acelerado, impaciente, de su cita de
esa noche. Lo besó, presionando sus labios contra él y tras unos segundos, lo
sintió responder. Despertaron. Despertó el lívido de ella mientras rodeaba su cuello
y sentía sus manos grandes contra sus caderas, alzándola para acercarla más
contra su cuerpo, a su boca. Sintió un empujón desesperado suyo, una fuerza
nacida del deseo que ella misma sentía. La ola de frío que sintió en su espalda
al chocar contra la pared le hizo estremecer. Por un segundo él cargo con todo
su peso, antes de dejarla en el suelo e inclinarse contra sus labios
nuevamente.
— ¿Quién eres? — Preguntó ella con la voz amortiguada por su
boca, observando de reojo el camino que recorría hacia su cuello.
— Soy Bak… — Respondió él, presionando su boca contra la curva de su cuello,
separando las ropas, abriendo su abrigo con rapidez y tirando de la blusa hasta
poder mordisquear a gusto su clavícula izquierda. Su voz ronca repercutió
contra su piel. Ella pensó que el nombre era un mote, un seudónimo pero no
preguntó por ello.
Hizo una breve pausa en su clavícula, presionando apenas,
oliendo. Su aroma era exquisito, cada vez más intenso y penetró en sus fosas
nasales con intensidad, embruteciéndolo como el empellón de un fuerte golpe. Un
deseo muy diferente al que ella le profesaba creció dentro de él, retenido
durante mucho tiempo, bulló desde su vientre y se elevó como si fuera un vomito
incontrolable. Abrió los labios y mordisqueó la carne, suavemente, sin
presionar, como quien saborea un bocado que ha esperado por muchísimo tiempo.
La escuchó jadear suavemente, directo en su oído; en completa aceptación que lo
enardeció pero lo confundió al mismo tiempo, logrando que medio despertara. Sintió
las manos de ella jugueteando en su espalda, metiéndose bajo su ropa, haciendo
que se estremeciera y se tuviera, sin comprender. Obligándole a preguntarse si esto
era lo que deseaba de ella.
Se apartó lo suficiente para verla a la cara, como si no comprendiera
lo que estaba sucediendo. Observó la línea fina de sus facciones y se detuvo en
sus ojos. Ella lo miró, confundida primero y sonrió, mostrándose algo paciente,
pero sólo por poco tiempo. La idea de estar con un virgen era, para ese punto,
terrible como emocionante; y no le parecía que aquel hombre lo fuera en
absoluto. Lo jaló, atrayéndolo desde la nunca, y volvió a besarlo, invitándolo
a su boca con la promesa de un apasionado beso. Bak cayó dentro del deseo
nuevamente, encegueciéndose, incapaz de detenerse a pesar de la confusión
naciente. Y la voz jadeante salió de sus labios y murió contra su boca. Se
excitó, llanamente. Por un instante, cualquier duda fue reemplazada por ese deseo. Sin embargo, la diferencia apareció
como un cáncer, extendiéndose por su cuerpo lentamente y dándole la comprensión
que su mente exhortaba. Un deseo ardiente, incontrolable, diferente. Acababa de
despertar y no era como el que ella podía sentir, no era el ardor canal, la
necesidad de meterse entre sus piernas, sino algo más primitivo, más básico.
Era el deseo de saciar una necesidad. Se inclinó y metió sus manos entre sus
ropas, agachándose conforme bajaba. No la tocó con las manos, sólo apartó la
ropa, el gusto completo era para sus labios, sus dientes y lengua.
Se detuvo en su corazón y las palpitaciones aceleradas le
abrieron el apetito mortalmente. Incluso llegaron a dolerle las mandíbulas, los
dientes y las encías y salivó tanto que tuvo que tragar varias veces. Devórala. Pegó un brinco, asustado por lo repentino de la voz, pero no por su
procedencia. La voz se había escuchado como si alguien le hubiera susurrado en
el oído, sin embargo, sabía que provenía de su cabeza. Era el susurro galante
de un amante que busca persuadirlo para realizar una sucia tarea. Presionó sus labios
contra su pecho, justo sobre el corazón, guiado por los fuertes latidos. Se
detuvo allí, tan sólo un momento mientras el palpitar acelerado resonaba contra
sus labios. Entonces comprendió lo sencillo que sería proceder con su escabrosa
tarea. La facilidad con la que podría hacerlo; lo simple que sería lograr la
satisfacción tan ansiada.
Los dedos de ella cosquillearon en su nuca y provocaron una
ligera presión que usó para, a su vez, presionar un poco más sus labios contra su
piel. Observó la contracción de su estómago y se deslizó hacía allí, pasando su
lengua por su ombligo y descendiendo hasta las caderas donde el pantalón cortó
el manjar que era su piel. La sintió ansiosa, llena de adrenalina y deseo.
Levantó la mirada hasta la suya y sus ojos se encontraron en una mirada
nebulosa. Sí, sería tan sencillo satisfacer la maldita hambre que llevaba
soportando durante semanas, que lo había enflaquecido, desnutrido y agotado
mentalmente. Volvió a subir, recorriendo
su camino de piel centímetro a centímetro, con la lentitud provocada por aquel
que sabe que su manjar está asegurado y por ello puede tomarse todo el tiempo
del mundo para saborearlo.
Recogió su blusa hasta liberar sus pechos de la prisión de
tela. Las dos mazas de carne se sostenían con un sujetador en color rojo, de
encaje. Una prenda bonita que no quiso arruinar. La movió lentamente, empujándola
con sus dedos y tirando suavemente hacía arriba para liberar los pechos
turgentes y suaves. Apartó la prenda de su camino con paciencia y se retiró
unos segundos y sólo unos centímetros para contemplar con morbo pero con
admiración también, la forma de la carne presionada en la parte superior por el
sostén y la curva y caída natural de los pechos. Lo perturbó por un momento el
deseo dominante de probarle y finalmente se inclinó y apostó sus labios contra
la masa de carne. Pudo oler el sudor del día y volvió a escuchar el latir de su
corazón en una invitación incapaz de rechazar. Subió sin prisa, aun deleitándose
por su reciente y carnoso descubrimiento. El peso de los brazos de ella resulto
ser una entrega mientras recorría un húmedo trayecto hasta su pezón,
saboreándose.
La textura era ligeramente diferente, pues la piel seguía siendo
suave pero el pezón estaba endurecido de anticipación y su lengua chocaba
contra el botón, provocándole una sensación cosquilleante en la punta. Lo
recorrió, saboreándolo con mucha pausa hasta que pudo envolverlo en su boca y
presionar el botón con la punta de la lengua. Pero no era suficiente, nada de
eso lo era. Deseaba mucho más que esto. Abrió la boca y palpó el alrededor de
su pezón con el filo de los dientes, sólo un segundo antes de presionar un poco
y en seguida volver a presionar con fuerza está vez. En menos de un segundo
aplicó toda la fuerza de su mandíbula y la carne se reventó y palpó la sangre y
la grasa en un festín exquisito que lo cegó de placer por la ambrosía más
exquisita. Un hilillo de sangre bajó por su labio inferior pero rápidamente lo
rescató con su lengua y lo absorbió con completo dentro, en su paladar. Gimió,
ronco y en lo profundo de su garganta, recibiendo el primer trago de un elixir
verdadero, liquido dorado descendiendo por su esófago tras confundirse con su
saliva.
Embrutecido, entre su éxtasis privado, apareció una pequeña
interrupción, un leve golpeteo cerca de su oído, de una procedencia
desconocida, un sonido que sin llegar a ser molesto comenzaba a desviar su
atención de su botín. Un sonido que fue acrecentándose cada vez más. Y de
pronto, el ruido se convirtió en un dolor que, al tomarlo por sorpresa, lo hizo
soltar su exquisita presa. Gruñó como un animal, enseñando los dientes,
totalmente ofendido por semejante atrevimiento. Entonces contempló su obra,
escuchando entre todo esto, la voz de la mujer. Sus gritos de dolor llegando
hasta su cerebro. Vio el pezón casi arrancado y la sangre siendo detenido por
la mano de la chica. El dolor del golpe se incrementó, como una espina, y al
llevarse la mano al omóplato izquierdo, logró sacar la navaja que le había
enterrado en la piel y la dejó en sus manos, mirándola unos instantes, sin
entender. El color de su propia sangre, más allá del dolor pareció capaz de
despertarlo del trance. Y la realidad fue tan chocante de pronto, que lo
despertó por completo. Casi al mismo tiempo, se dio cuenta de lo incapaz que
sería de probar su propia sangre.
El dolor era molesto y le recordó lo cerca que estaba de volverse
un criminal. Ella continuaba gritando, ensordeciéndolo y gritando maldiciones e
insultos para él. La miró y su cara de horror y pánico le dijo todo lo que era.
Una ola de frío recorrió su cuerpo y apagó el fuego que la sangre y la carne
había provocado en su mente y cuerpo. Se irguió, retrocediendo unos pasos. El
movimiento trajo dolor en su espalda, pero el horror de toda la escena quedó
mitigado por los gritos de la mujer que aumentaron progresivamente, comenzando
a formar palabras reales de ayuda. Bak tuvo miedo de ser capturado, un miedo
real al reconocer que no podría dar una explicación lógica para lo que acababa
de sucederle. De pronto tuvo la terrible veracidad de haber hecho algo
terriblemente mal. Retrocedió hasta dar
con el muro y su espalda se estampó con la fuerza de un impacto menor contra la
pared húmeda. La herida de su omóplato punzó y por inercia se apartó de la
superficie rugosa.
Pudo oler el óxido fresco de su sangre al girar la cabeza para
ver la entrada del pequeño callejón en el que se habían escondido. El tufo de sangre
fue tan desagradable que lo hizo fruncir el ceño. Se apoyó en su pie izquierdo
para ganar impulso, pero en los primeros pasos acabó chocando contra un cubo de
basura y trastabilló. Se sintió como un borracho perdido, un imbécil que no
podía medir sus copas, que no sabía que no valía ahogar sus penas en el
alcohol. El imbécil estúpido y confundido que se sentía en ese instante. Dejó
atrás a la chica, el callejón y la voz
estridente que de pronto dolía más que la
herida punzante causada por la navaja que aún sostenía en su mano.
Aquella claridad de pensamiento, el descubrimiento, del apetito saciado, todo
desapareció. Hasta ese momento, logró comprender lo perdido que se sentía.
Su paso aceleró hasta volverse una carrera desesperada.
Trastabillando, chocando contra la pared, empujándose con las manos para
seguir. Se limpió la boca por si acaso, cruzando la calle y se desviaba por una
zona sin fijarse ni siquiera en uno sólo de los edificios. Una parte de él odió
a la mujer que lo despertó del ensueño perfecto, de la respuesta que tanto
necesitaba. Pareciera que nada había existido, que el momento no fuera más que
un sueño. Corrió y sus pasos hicieron eco en sus oídos, devorando los metros
con una rapidez forzada. Se agotó, se quedó sin aire y nada de ello pudo
detener su carrera. Ni siquiera pudo sentir el dolor en los pulmones provocado
por la rápida respiración e incluso desapareció el dolor de la herida abierta.
Ante él el mundo se transformó poco a poco. Y los jadeos
pasaron a ser una respiración controlada, como si correr desesperadamente fuera
algo natural, una costumbre arraigada por años. El mapa de su visión apareció
en un negativo bizarro, donde aparecía resaltado sólo aquello que le
interesaba. Frente a él tuvo un gran parque, un bosque disfrazado con caminos
de piedra y arenisca que bordeaba verdaderos tramos de naturaleza, un panorama exquisito
de árboles y arbustos, del aroma de flores mezcladas en el perfume de la noche.
Buganvilias y rosas, margaritas de varios colores y árboles altos con copas
frondosas y anchas que se entrelazaban con otros árboles y creaban techos
naturales. Se salió de los caminos; en algún punto se liberó del peso de la
navaja. Correteó en el bosque, sin seguir una dirección, en la plena libertad
de hacer algo por hacerlo.
Pero se detuvo de pronto, ante un sonido puramente humano. Los
jadeos e improperios de una pelea que iba más allá de las palabras. Eso era lo
que estaba buscando. Cambió de dirección en un ángulo agudo que hizo quejarse a su tobillo; lamento
que ni siquiera escuchó. Árboles, arbustos y flores más adelante, los encontró.
Participaban en un ritual que no deseo perderse. De pronto se sintió en el derecho absoluto de poder inmiscuirse en
donde se le diera la gana. La moralidad era un prado fácil de cruzar y no un
muro liso y perpendicular. Saltó entre los arbustos con la facilidad que
alguien tendría al subir un simple escalón, y pronto el follaje se abrió a una
especie de carretera de cemento que cruzaba el parque de un lado a otra, partiéndolo.
En el centro se encontraba un quiosco de cemento con estructura y tejado de fierro pintado,
emulando un estilo antiguo hecho con materiales modernos. Y cerca de allí
estaban ellos.
En el suelo. Un cuerpo robusto manteniendo en el suelo a
otro más angosto, y cerca, pero no tanto, un tercero que venía corriendo con energía.
Aquel sujeto extra no provocó su interés más de lo que provocó su enfado.
¿Sería una nueva interrupción? Llegó corriendo, sin pararse a pensar en ese
tercer sujeto. Mostrándose, y un segundo después estando ya sobre los dos cuerpos,
se abalanzó. Arrancó el robusto del cuerpo más frágil y lo calló con una de sus
manos; el silencio fue el plato de oro sobre el que comió.