lunes, 7 de diciembre de 2015

Vivificado

Las calles se encontraban más silenciosas, las personas eran menos con cada hora que pasaba, con el frío acentuándose y la gente reuniéndose en locales, en sus casas, en bares u en hoteles. No había llovido, pero el fresco de la madrugada era suficiente para apretarse las chamarras, los jersey o los suéteres que los transeúntes llevaran puestos. Cayo en cuenta de que salían del local una vez el frío golpeó su rostro y zarandeó un poco del adormecimiento causado por  el alcohol, el  encierro y el  ruido ensordecedor y constante, pero, no obstante, no fue lo suficiente como para que se arrepintiera de lo que estaba a punto de suceder. Su compañera, por el contrario, parecía llevar muy bien el papel guía de este encuentro, mostrándose fascinada con lo que estaba por pasar y casi orgullosa de la compañía que tenía esta noche. Lo guío calle arriba, alejándose del columpio, cruzando la calle, moviéndose hacía una lateral.

Caminaron lado a lado, sin tocarse, alejándose del local sin prisa, sin pensar a donde iban pues el destino no importaba realmente, a ella sólo le interesaba el tipo de sitio en el que pudieron esconderse. Buscaba discreción, algo alejado del viento, alejado de dónde pasaría una persona normalmente, parecía distraída pero en realidad iba completamente abstraída con la idea de realizar su propósito. La necesidad hacía él era intensa y completamente carnal. Lentamente, alentado quizás por la entrega que ella parecía demostrarle, pasó su brazo por sus hombros y permitió que ella rodeara su espalda, pero pronto su mano viajo a la cadera y descendió hasta meterse en el bolsillo izquierdo trasero de su pantalón. Él se inclinó, aprovechando, y presionó, por un instante, su nariz contra su pelo; pudo oler los químicos que contenía, el perfume que se había puesto horas antes y el olor natural de su piel. Se estremeció, invadido por una intensa ola de deseo que no fue incapaz de controlar, pero que quedo escondido con el clima frío que comenzaba a calarle. 

Cuando ella se detuvo, mirando hacía un lado de la calle, no supo advertir del tiempo que llevaban caminando. Miró hacía donde ella miraba y esperó, pero ella no se movió. Al mirarle le pareció que ella estaba esperando por su aprobación. En silencio, accedió y dio un paso que marcó la aceptación de la idea no expresada. La calle estaba desolada, oscura y sin tránsito, justo al lado había un callejón oscuro que no despedía mal olor. Entraron allí, caminando como por casualidad, el cuerpo de ella cada vez más cerca del suyo. Empero, él no avanzó, no se movió sino hasta que la oscuridad los acogió por completo. Entonces se recargó contra la  áspera pared, y aquella aspereza le paso a través de su chaqueta de cuero y llego a la piel reseca de sus brazos y espalda.

Ella era suave, tan suave como lo sería una mujer que se cuidaba  la piel con cremas económicas. Su peso recayó en su pecho, apoyando sus manos de uñas largas en los pectorales y levantando la cabeza en busca de sus labios. Se encontró con la mirada violeta que la observaba serenamente, entre confiado y tranquilo. Mirada que reflejaba únicamente una pantalla falsa pues podía sentir, debajo de las yemas de sus dedos, como corría el corazón desbocado acelerado, impaciente, de su cita de esa noche. Lo besó, presionando sus labios contra él y tras unos segundos, lo sintió responder. Despertaron. Despertó el lívido de ella mientras rodeaba su cuello y sentía sus manos grandes contra sus caderas, alzándola para acercarla más contra su cuerpo, a su boca. Sintió un empujón desesperado suyo, una fuerza nacida del deseo que ella misma sentía. La ola de frío que sintió en su espalda al chocar contra la pared le hizo estremecer. Por un segundo él cargo con todo su peso, antes de dejarla en el suelo e inclinarse contra sus labios nuevamente.

— ¿Quién eres? — Preguntó ella con la voz amortiguada por su boca, observando de reojo el camino que recorría hacia su cuello. 
— Soy Bak… — Respondió él, presionando su boca contra la curva de su cuello, separando las ropas, abriendo su abrigo con rapidez y tirando de la blusa hasta poder mordisquear a gusto su clavícula izquierda. Su voz ronca repercutió contra su piel. Ella pensó que el nombre era un mote, un seudónimo pero no preguntó por ello.


Hizo una breve pausa en su clavícula, presionando apenas, oliendo. Su aroma era exquisito, cada vez más intenso y penetró en sus fosas nasales con intensidad, embruteciéndolo como el empellón de un fuerte golpe. Un deseo muy diferente al que ella le profesaba creció dentro de él, retenido durante mucho tiempo, bulló desde su vientre y se elevó como si fuera un vomito incontrolable. Abrió los labios y mordisqueó la carne, suavemente, sin presionar, como quien saborea un bocado que ha esperado por muchísimo tiempo. La escuchó jadear suavemente, directo en su oído; en completa aceptación que lo enardeció pero lo confundió al mismo tiempo, logrando que medio despertara. Sintió las manos de ella jugueteando en su espalda, metiéndose bajo su ropa, haciendo que se estremeciera y se tuviera, sin comprender. Obligándole a preguntarse si esto era lo que deseaba de ella.

Se apartó lo suficiente para verla a la cara, como si no comprendiera lo que estaba sucediendo. Observó la línea fina de sus facciones y se detuvo en sus ojos. Ella lo miró, confundida primero y sonrió, mostrándose algo paciente, pero sólo por poco tiempo. La idea de estar con un virgen era, para ese punto, terrible como emocionante; y no le parecía que aquel hombre lo fuera en absoluto. Lo jaló, atrayéndolo desde la nunca, y volvió a besarlo, invitándolo a su boca con la promesa de un apasionado beso. Bak cayó dentro del deseo nuevamente, encegueciéndose, incapaz de detenerse a pesar de la confusión naciente. Y la voz jadeante salió de sus labios y murió contra su boca. Se excitó, llanamente. Por un instante, cualquier duda fue reemplazada por  ese deseo. Sin embargo, la diferencia apareció como un cáncer, extendiéndose por su cuerpo lentamente y dándole la comprensión que su mente exhortaba. Un deseo ardiente, incontrolable, diferente. Acababa de despertar y no era como el que ella podía sentir, no era el ardor canal, la necesidad de meterse entre sus piernas, sino algo más primitivo, más básico. Era el deseo de saciar una necesidad. Se inclinó y metió sus manos entre sus ropas, agachándose conforme bajaba. No la tocó con las manos, sólo apartó la ropa, el gusto completo era para sus labios, sus dientes y lengua.

Se detuvo en su corazón y las palpitaciones aceleradas le abrieron el apetito mortalmente. Incluso llegaron a dolerle las mandíbulas, los dientes y las encías y salivó tanto que tuvo que tragar varias veces. Devórala. Pegó un brinco, asustado  por lo repentino de la voz, pero no por su procedencia. La voz se había escuchado como si alguien le hubiera susurrado en el oído, sin embargo, sabía que provenía de su cabeza. Era el susurro galante de un amante que busca persuadirlo para realizar una sucia tarea. Presionó sus labios contra su pecho, justo sobre el corazón, guiado por los fuertes latidos. Se detuvo allí, tan sólo un momento mientras el palpitar acelerado resonaba contra sus labios. Entonces comprendió lo sencillo que sería proceder con su escabrosa tarea. La facilidad con la que podría hacerlo; lo simple que sería lograr la satisfacción tan ansiada.

Los dedos de ella cosquillearon en su nuca y provocaron una ligera presión que usó para, a su vez,  presionar un poco más sus labios contra su piel. Observó la contracción de su estómago y se deslizó hacía allí, pasando su lengua por su ombligo y descendiendo hasta las caderas donde el pantalón cortó el manjar que era su piel. La sintió ansiosa, llena de adrenalina y deseo. Levantó la mirada hasta la suya y sus ojos se encontraron en una mirada nebulosa. Sí, sería tan sencillo satisfacer la maldita hambre que llevaba soportando durante semanas, que lo había enflaquecido, desnutrido y agotado mentalmente. Volvió a subir,  recorriendo su camino de piel centímetro a centímetro, con la lentitud provocada por aquel que sabe que su manjar está asegurado y por ello puede tomarse todo el tiempo del mundo para saborearlo.

Recogió su blusa hasta liberar sus pechos de la prisión de tela. Las dos mazas de carne se sostenían con un sujetador en color rojo, de encaje. Una prenda bonita que no quiso arruinar. La movió lentamente, empujándola con sus dedos y tirando suavemente hacía arriba para liberar los pechos turgentes y suaves. Apartó la prenda de su camino con paciencia y se retiró unos segundos y sólo unos centímetros para contemplar con morbo pero con admiración también, la forma de la carne presionada en la parte superior por el sostén y la curva y caída natural de los pechos. Lo perturbó por un momento el deseo dominante de probarle y finalmente se inclinó y apostó sus labios contra la masa de carne. Pudo oler el sudor del día y volvió a escuchar el latir de su corazón en una invitación incapaz de rechazar. Subió sin prisa, aun deleitándose por su reciente y carnoso descubrimiento. El peso de los brazos de ella resulto ser una entrega mientras recorría un húmedo trayecto hasta su pezón, saboreándose.   

La textura era ligeramente diferente, pues la piel seguía siendo suave pero el pezón estaba endurecido de anticipación y su lengua chocaba contra el botón, provocándole una sensación cosquilleante en la punta. Lo recorrió, saboreándolo con mucha pausa hasta que pudo envolverlo en su boca y presionar el botón con la punta de la lengua. Pero no era suficiente, nada de eso lo era. Deseaba mucho más que esto. Abrió la boca y palpó el alrededor de su pezón con el filo de los dientes, sólo un segundo antes de presionar un poco y en seguida volver a presionar con fuerza está vez. En menos de un segundo aplicó toda la fuerza de su mandíbula y la carne se reventó y palpó la sangre y la grasa en un festín exquisito que lo cegó de placer por la ambrosía más exquisita. Un hilillo de sangre bajó por su labio inferior pero rápidamente lo rescató con su lengua y lo absorbió con completo dentro, en su paladar. Gimió, ronco y en lo profundo de su garganta, recibiendo el primer trago de un elixir verdadero, liquido dorado descendiendo por su esófago tras confundirse con su saliva.

Embrutecido, entre su éxtasis privado, apareció una pequeña interrupción, un leve golpeteo cerca de su oído, de una procedencia desconocida, un sonido que sin llegar a ser molesto comenzaba a desviar su atención de su botín. Un sonido que fue acrecentándose cada vez más. Y de pronto, el ruido se convirtió en un dolor que, al tomarlo por sorpresa, lo hizo soltar su exquisita presa. Gruñó como un animal, enseñando los dientes, totalmente ofendido por semejante atrevimiento. Entonces contempló su obra, escuchando entre todo esto, la voz de la mujer. Sus gritos de dolor llegando hasta su cerebro. Vio el pezón casi arrancado y la sangre siendo detenido por la mano de la chica. El dolor del golpe se incrementó, como una espina, y al llevarse la mano al omóplato izquierdo, logró sacar la navaja que le había enterrado en la piel y la dejó en sus manos, mirándola unos instantes, sin entender. El color de su propia sangre, más allá del dolor pareció capaz de despertarlo del trance. Y la realidad fue tan chocante de pronto, que lo despertó por completo. Casi al mismo tiempo, se dio cuenta de lo incapaz que sería de probar su propia sangre.  

El dolor era molesto y le recordó lo cerca que estaba de volverse un criminal. Ella continuaba gritando, ensordeciéndolo y gritando maldiciones e insultos para él. La miró y su cara de horror y pánico le dijo todo lo que era. Una ola de frío recorrió su cuerpo y apagó el fuego que la sangre y la carne había provocado en su mente y cuerpo. Se irguió, retrocediendo unos pasos. El movimiento trajo dolor en su espalda, pero el horror de toda la escena quedó mitigado por los gritos de la mujer que aumentaron progresivamente, comenzando a formar palabras reales de ayuda. Bak tuvo miedo de ser capturado, un miedo real al reconocer que no podría dar una explicación lógica para lo que acababa de sucederle. De pronto tuvo la terrible veracidad de haber hecho algo terriblemente mal.  Retrocedió hasta dar con el muro y su espalda se estampó con la fuerza de un impacto menor contra la pared húmeda. La herida de su omóplato punzó y por inercia se apartó de la superficie rugosa.
Pudo oler el óxido fresco de su sangre al girar la cabeza para ver la entrada del pequeño callejón en el que se habían escondido. El tufo de sangre fue tan desagradable que lo hizo fruncir el ceño. Se apoyó en su pie izquierdo para ganar impulso, pero en los primeros pasos acabó chocando contra un cubo de basura y trastabilló. Se sintió como un borracho perdido, un imbécil que no podía medir sus copas, que no sabía que no valía ahogar sus penas en el alcohol. El imbécil estúpido y confundido que se sentía en ese instante. Dejó atrás a la  chica, el callejón y la voz estridente que de pronto dolía más que la  herida punzante causada por la navaja que aún sostenía en su mano. Aquella claridad de pensamiento, el descubrimiento, del apetito saciado, todo desapareció. Hasta ese momento, logró comprender lo perdido que se sentía.

Su paso aceleró hasta volverse una carrera desesperada. Trastabillando, chocando contra la pared, empujándose con las manos para seguir. Se limpió la boca por si acaso, cruzando la calle y se desviaba por una zona sin fijarse ni siquiera en uno sólo de los edificios. Una parte de él odió a la mujer que lo despertó del ensueño perfecto, de la respuesta que tanto necesitaba. Pareciera que nada había existido, que el momento no fuera más que un sueño. Corrió y sus pasos hicieron eco en sus oídos, devorando los metros con una rapidez forzada. Se agotó, se quedó sin aire y nada de ello pudo detener su carrera. Ni siquiera pudo sentir el dolor en los pulmones provocado por la rápida respiración e incluso desapareció el dolor de la herida abierta.

Ante él el mundo se transformó poco a poco. Y los jadeos pasaron a ser una respiración controlada, como si correr desesperadamente fuera algo natural, una costumbre arraigada por años. El mapa de su visión apareció en un negativo bizarro, donde aparecía resaltado sólo aquello que le interesaba. Frente a él tuvo un gran parque, un bosque disfrazado con caminos de piedra y arenisca que bordeaba verdaderos tramos de naturaleza, un panorama exquisito de árboles y arbustos, del aroma de flores mezcladas en el perfume de la noche. Buganvilias y rosas, margaritas de varios colores y árboles altos con copas frondosas y anchas que se entrelazaban con otros árboles y creaban techos naturales. Se salió de los caminos; en algún punto se liberó del peso de la navaja. Correteó en el bosque, sin seguir una dirección, en la plena libertad de hacer algo por hacerlo.   

Pero se detuvo de pronto, ante un sonido puramente humano. Los jadeos e improperios de una pelea que iba más allá de las palabras. Eso era lo que estaba buscando. Cambió de dirección en un ángulo  agudo que hizo quejarse a su tobillo; lamento que ni siquiera escuchó. Árboles, arbustos y flores más adelante, los encontró. Participaban en un ritual que no deseo perderse. De pronto se sintió  en el derecho absoluto de poder inmiscuirse en donde se le diera la gana. La moralidad era un prado fácil de cruzar y no un muro liso y perpendicular. Saltó entre los arbustos con la facilidad que alguien tendría al subir un simple escalón, y pronto el follaje se abrió a una especie de carretera de cemento que cruzaba el parque de un lado a otra, partiéndolo. En el centro se encontraba un quiosco de cemento con  estructura y tejado de fierro pintado, emulando un estilo antiguo hecho con materiales modernos. Y cerca de allí estaban ellos.


En el suelo. Un cuerpo robusto manteniendo en el suelo a otro más angosto, y cerca, pero no tanto, un tercero que venía corriendo con energía. Aquel sujeto extra no provocó su interés más de lo que provocó su enfado. ¿Sería una nueva interrupción? Llegó corriendo, sin pararse a pensar en ese tercer sujeto. Mostrándose, y un segundo después estando ya sobre los dos cuerpos, se abalanzó. Arrancó el robusto del cuerpo más frágil y lo calló con una de sus manos; el silencio fue el plato de oro sobre el que comió. 

domingo, 25 de octubre de 2015

Música

Fue más una casualidad que un accidente, pero lo escuchó, en una noche parecida a cualquiera, a finales del año pasado y atravesándose un clima frío como pocos se habían visto en la ciudad. La lluvia golpeaba varias veces a la semana y se interrumpía con nevadas extrañas, de poca duración pero muy crudas. La temperatura bajaba mucho durante la noche y solía haber un deshielo casi continuo en toda la ciudad.

Caminaba a un costado de la calle, quebrándose las uñas contra la pared con textura que había en ciertas zonas de las cuadras. Parecía disfrutar del ruido que hacían sus uñas en la pared, del esfuerzo que implicaba sortear las piedritas incrustadas en la superficie rugosa, del dolor que implicaba el que se incrustaran o se le fuera un pedazo de uña bajo la presión. La noche era gélida pero llena de bullicio, de vida y el sábado parecía estar despejado, retando a los demás días nublados y cargados de humedad.

Paseaba desde hacía un largo rato ya, discurriendo entre las calles y doblando en las esquinas cuando le apetecía o simplemente cambiando de una acera a otra. Se movía libre, sin sentido alguno. La chaqueta de cuero que llevaba a todos lados iba cerrada hasta el cuello esa noche y sus manos se escondían de vez en cuando en los bolsillos delanteros de sus pantalones de mezclilla oscura, cosa que mitigaba un poco el frío pero no lo aliviaba. Cuando comenzó a lloviznar estaba iniciando el descenso por una calle amplia en la que había varios locales desde el que salía un sonido ronco; el murmullo constante de cientos de personas reunidas en un local cerrado. Bares, clubes y antros. Era la zona del licor, de las drogas, de la música apabullante y cuerpos sudados moviéndose a un ritmo a veces desenfrenado y a veces suave y melodioso.

La lluvia continúo fluyendo, arreciando conforme las nubes se concentraban en la ciudad traídas por un fuerte viento que yacía en el cielo intocable. Pronto le caló sus huesos y acabó empapado. Fue por ese momento, cuando se encontraba completamente mojado, cuando la pequeña presión que había estado sintiendo hasta ese momento comenzó a transformarse en algo mucho más doloroso. La sensación de presión en su vejiga había comenzado hacía unas calles arriba, pero, para cuando llegó al local, se había transformado en un dolor terrible. No supo bien cómo fue que, en lugar de meterse en un callejón, en descargar la presión en el tronco de un árbol, en cualquier banqueta, prefirió introducirse en el local. En un local en específico, como si lo hubiera estado buscando desde hacía hora. Cuando se dirigió hacia allí, no estaba pensando en lo que hacía. Traspuso la entrada con un empellón, pasando entre la gente, tropezando con todo, caminando entre la multitud hasta que se topó con los sanitarios al otro lado del lugar. Una simple búsqueda para saciar una intensa necesidad. Entró y los baños sin puerta no aislaron para nada el murmullo constante de la música en vivo y el estruendo de la gente que gritaba al compás de la ruidosa voz del cantante o que hablaban entre ellos a gritos.

Los mingitorios ofrecían el mismo atractivo que la pared de una zona limitante entre dos bandas callejeras en guerra, así que alcanzó a escurrirse a un cubículo, ansiando una intimidad peculiar de él, y cerró la puerta de un fuerte tirón, corriendo el pestillo con la misma violencia. El alivio de la presión llevó a que su mente pusiera atención al escándalo que los adolescentes llamaban música. Pero no fue escandalo lo que escuchó. La voz era clara, desgarradora, ronca y poderosa y clamaba con ímpetu y poderío, retumbando por todo el recinto. Hizo que su espina dorsal vibrara por completo. Cerró los ojos, con la espalda alta apoyada en la puerta del cubículo y escuchó. Escuchó profundamente y mientras lo hacía, se formó en su mente la imagen del dueño de aquella voz. Permaneció inmóvil en el cubículo, como esperando por que sucediera algo. Pero de pronto hubo una pausa, un silencio entre una pieza y otra y ese silencio abstracto lo despertó. Compuso sus ropas mientras la fantasía imaginada se borraba de sus pupilas y salió del angosto espacio finalmente.
Su cuerpo estaba helado, sus ropas mojadas, pero sin llegar al grado de escurrir agua, pesaban sobre sus hombros y sus caderas. Sus manos engarrotadas ni siquiera sintieron el frío del agua cuando se las lavó, pero todas sus articulaciones dolieron cuando movió sus dedos. Intentó aplacar su cabello, revuelto por la humedad y el constante descuido, pero desistió, guiado por la necesidad de calor, que lo llevo a salir del baño. Observó el local por primera vez, la penumbra que era rodeado de calor, sudor y de luces neón que salían disparadas a la pista de baile desde las esquinas de los andamios que lo rodeaban. La superficie se elevaba casi veinte centímetros del piso, centrada en el local. A su alrededor había mesas redondas y pequeñas con sillas altas angostas donde se dejaban las bebidas y abrigos, pero nadie usaba más que como un punto de reunión al inicio de una velada de sábado por la noche.

Pero eso no era importante, lo que ocurría entre la gente o el calor casi sofocante que provocaban mientras se movían al son de la guitarra eléctrica y la batería no era lo que le importaba. Rodeó la pista, concentrado en el borde del escenario que acababa de descubrir por el rabillo del ojo. Estaba ubicado al fondo del todo, sobre una tarima bien provista de telón y electricidad. La música estridente provenía de allí y se esparcía por las bocinas con una potente nitidez. Al centro, se encontraba la voz que había estremecido sus huesos. Era joven, quizás apenas un poco mayor que él. Su pelo negro estaba revuelto, empapado de sudor. Entre los flashes de luz pudo ver el rojo fuego que se intercalaba entre su cabello, como lava derritiéndose, enfriándose. Llevaba unos pantalones de cuero y una playera gris con el dibujo de una dalia a lápiz impreso sobre el área del corazón. Su rostro se ensombrecía por las luces, pero pudo ver el movimiento perfecto de sus labios, casi forzados para que la letra saliera totalmente clara desde su garganta.

Se detuvo frente al escenario, separado de este por la pista de baile, por la gente que gritaba y brincaba, que bailaba. Distinguió a los pocos que hacían el amor con la música que escuchaban, aquellos que parecían tener un oído que funcionaba. El hombre al frente del escenario hacía que el sonido fuera tan real como la persona que tenía junto a él. Era algo que carecía de sentido; la posibilidad de hacer que las ondas sonoras se volvieran tangibles. En ese momento no lo sabría, pero aquel encuentro, esa palpitación, le daría un aliciente a la cual asirse cuando le tocara caer. Lo vio allí estaba allí de pie, abrazando con sus dos manos el micrófono, liberando su voz ronca suavemente, entonando algo lúgubre pero muy rítmico. Caminó a la barra, dejando la imagen del cantante lejos de él, la imagen de su cabello volviéndose ceniza, pisoteada por su voz. Se sentó en un banquillo cerca de la orilla y se pidió una cerveza.  

— ¿Quiénes son? — Preguntó después del segundo trago, con la garganta reseca siendo medianamente aliviada. La cerveza era oscura, sabía bien. La bebía por eso, no por el poco alcohol que contenía.

El sujeto detrás de la barra lo escuchó en una nueva pausa que la banda hizo. De reojo observó al vocalista tomando un hondo respiro antes de gritar, sin micrófono, a la audiencia. Se le enchinaron los vellos de todo el cuerpo. Volteó de nuevo a ver al empleado que ya estaba inclinado en la madera gastada de la barra, mirando al escenario.

— Se hacen llamar Dirty Rotten, sí, ese es el nombre de la banda… — Se encogió de hombros, como si le incomodara el nombre o no estuviera seguro de que fura ese. El nombre no aparecía en ninguna parte del escenario o en la batería. — El vocalista es Rick. Está loco, pero es un blanco. Nunca lo he visto tocado. 

— No les queda el nombre. — Respondió ausente, abstraído mientras el hombre al frente de la banda seguía cantando, sin descanso, destruyendo su realidad.


***

Puede que fuera esa sensación perdida ahora, después de meses, lo que lo llevara a desear volver a aquel sitio. El lugar dónde se encontraba el local estaba en su mente, dibujado el mapa con claridad, pero del interior del lugar no había nada, era la voz del cantante y no su apariencia lo que tenía en mente. Era el timbre, su vibrato, lo que recordaba, no las luces, no al sujeto en la barra, no la dulzosa amargura de la cerveza en su paladar.

El camino por el cual paseaba era el mismo, las calles tenían los mismos nombres y el suelo la misma textura. Los colores de la casa estaban más claros, sin el tinte que la lluvia dejaba al escurrir por las paredes. El clima era más seco y caluroso y el sol se escondía cada vez con mayor lentitud en el poniente, pero él seguía llevando su chaqueta de cuero, que ahora le quedaba un poco más floja, cómo si un frío desconocido lo envolviera en todo momento y lo consumiera poco a poco.
Tuvo que hacer tiempo antes de pretender ir al local. Se paseó por las calles acostumbradas, dando vueltas innecesarias, esperando por que el sol se ocultara por completo y la noche cobijara bajo sus mantos a los amantes del alcohol y el desenfreno. Subió por una avenida que lo llevó a un centro comercial mediano en donde no ingresó, pero dónde sí permaneció casi una hora en el exterior, observando las vitrinas con sus luces chispeantes y el murmullo encerrado detrás de las paredes de cristal. Finalmente, cuando el sol se marchó y toda la ciudad estuvo iluminada por las luces artificiales, dio la media vuelta y volvió sobre sus pasos a aquellas calles que parecían llamarlo, como si fueran la criatura que lo vio nacer a esta nueva parte de su vida. Desgraciada pero real.

Y la prisa despareció y su mente se despejó de las carreras. Caminó, como solía hacer, por el mero hecho de dar un paso delante del otro durante un largo rato. Caminó hasta que se detuvo en una esquina, recibiendo de golpe, como si le cayera un rayo, la impresión de estar caminando en una nube inestable. El mundo trazó frente a él líneas de colores por donde deberían de esta pasando los automóviles y todo se pintó de esos colores que se extendieron en el suelo como agua, directo hacía sus pies, salvando la banqueta de cemento como si el desnivel no existiera. Retrocedió lentamente hasta la pared, apoyándose allí con las piernas separadas. La sensación era extraña, iba más allá del mareo, de la noción de estar perdiendo la capacidad de mantenerse consiente. Le recordó a cierta droga que te hace flotar como si fueras ingrávido. No sentía el pánico de un desmayo, pero si la sensación de perder el control sobre sí mismo. Sonrió, levantando la cabeza, esperando, con los ojos cerrados.
Entonces escuchó el maullido de un gato, un eco que llegó de alguna parte sobre su cabeza, formando ondas transparentes que, chocando contra las de color que seguían expandiéndose, las fueron aniquilando poco a poco, devorándolas como si las ondas fueran colmillos y el vacío de color una boca pétrea y eterna que devoraba la psicodelia del mareo. Todo pasó tan pronto como había iniciado. Abrió los ojos y el mundo era una línea de realidad conocida otra vez.  


Encontró la calle en la que se encontraba el local tan fácilmente como si hubiera pasado por allí muchas veces. Se detuvo en la parte alta de la calle, viendo el suave columpio que, al elevarse, hacía que aquel lugar descuidado por fuera resaltara de una peculiar manera. Habían pasado casi seis meses desde aquella noche lluviosa, pero todo parecía igual, sólo que sin la pátina de humedad con la que lo conoció. La cortina de lluvia también se había desvanecido y el tumulto y el ruido salía con intensidad de las puertas cerradas. Como la primera vez que entrara al local, está vez tampoco hubo que pagar por ingresar a local, aunque finalmente pudo ver el letrero que avisaba el consumo mínimo según el día de la semana. Faltaban dos días para el sábado y el sitio se encontraba algo vacío. La falta de la música viva parecía tener que ver con ello. El estruendo eléctrico de la música pregrabada provenía de unas bocinas con amplificador instaladas por el local. 

Rodeó el local rumbo a la barra y acabó por sentarse en el mismo banco que ocupó aquella noche de sábado. Cruzó los brazos y los apoyó en la superficie gastada y húmeda. Era un par de horas más temprano que la primera vez que puso un pie allí pero el murmullo de la gente, que era mucho más suave que la primera vez que estuvo allí, ya le irritaba. Su agudeza de oído, la cual comenzó lentamente varios meses atrás, pero que repentinamente una noche parecía haber empeorado, trajo consigo el constante ruido. Inclinó la cabeza, como si tuviera los oídos tapados y se golpeó levemente la oreja derecha. El sonido repercutió en su cabeza, dentro de su oído y opaco por un instante el constante murmullo. Al enderezarse, empero, todo murmullo volvió como si nada hubiera sucedido. Se resignó, pasando las manos por su cabeza, aplastando la tormenta perenne que era su cabello por los segundos en los que su mano ejerció presión.

La música eléctrica que expelían los altavoces no le interesó en absoluto, no hubo ninguna sensación vibrante y no sintió que perdía el sentido de lo que la vida era. La vibración de intensidad que daba aquella voz a la música no existía en ese momento dentro de las paredes. Bebió en silencio, sin pretender interés en nadie, sin pensar en nada. Y los minutos se volvieron horas dentro de aquel silencio en el que su mente estaba inmersa y el ruido del local disminuyó hasta convertirse en un murmullo más suave que aquel a que se acostumbró. Entonces, mientras el chico de la barra estaba tarareando al ritmo de la canción que sonaba, mientras acababa de beber su ya caliente cerveza, aquella mujer apareció.

Una mujer, una mujer común y corriente arreglada, pintada para verse más hermosa. Una mujer que deseó repentinamente, la deseo con locura, tanto que casi se ahoga con su cerveza cuando ella se inclinó, rodeó el banquillo junto al suyo y se sentó. Pidió una cerveza, otra cosa que fue de lo más común, la misma que él tomaba, una cualquiera, como la misma chica. La observó fijamente, casi con arrebato, lo que fueron largos minutos, sin notar en absoluto la insistencia de su mirada sino hasta que ella se giró y se topó con su mirada. Sintió el tirón de placer y un hambre voraz por ella que lo dejó sin aire. No, aquello no podía ser. Pero lo era y ella parecía encantada con aquella atención que él estaba dispuesto a proporcionarle.


En aquel silencio casi intimo esperaron, él a la expectativa y ella alargando el momento antes de dar el paso que los dos sabían que iba a dar. No pudo beber más de su botella, fue como si la garganta se le cerrara abruptamente, por lo que, estirando el brazo hacia el chico de la barra, empujó su botella a medio vaciar y negó. Pagó entonces y se puso de pie. Ella lo imitó, dejando la cerveza vacía junto a la otra; se había dado cuenta que él pagó por las dos botellas. La miró y se sintió desarmado cuando ella se acercó y le tomó de la mano, tirando de él. Se dejó llevar, incapaz de pensar o de negarse a aquella invitación tan oportuna. Y no le importó a donde iban, ni que el murmullo de la gente se fuera esfumando mientras él la seguía como un ciego en busca de la cura para su mundo en negro. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Deshollinadora

Le dolían las diez uñas de las manos. Llevaba un rato así, con la punta de los dedos punzándole al principio y luego concentrándose el dolor debajo de las uñas para volver a extenderse de nuevo a las puntas de los dedos. Pero esperó hasta que no pudo dejar de lado la sensación ya cercana al dolor y por fin descendió la mirada y los observó. Le dio vueltas a la posible causa de esto mientras observaba cada falange, reconociendo lo que era una de las partes más importante de su cuerpo. Con aire ausente escuchaba el susurro de las conversaciones a su alrededor, la ininteligible jerga que formaba una nube en la que no le interesaba introducirse; como todos, también esperaba que el modelo estuviera listo pero su atención no parecía incapaz de disolverse de sus dedos. Rotó sus muñecas lentamente hasta que pudo ver sus dedos de costado, primero el lado izquierdo y luego el derecho, para lo que tuvo que apoyar en sus pantalones de mezclilla. El contorno estaba perfilado como si hubiera sido cortado con una navaja, salvo en las zonas donde los nervios habían obligado a sus dientes a mordisquear los bordes y crear irregularidades como pellejos y  trocitos de piel apretada pero sin arrancar del todo. Pudo observar el tinte amarillento que el cigarro había dejado sobre su piel y la callosidad del pincel en varios de sus dedos. ¿Serían lo largas que estaban? O ¿Los químicos de los disolventes que usaba para sus pinturas comenzaban a pasar factura? Vio el esmalte natural herido por las sustancias y la debilidad de las uñas que parecían doblarse cuando las empujaba contra una superficie dura. Necesitaba cortarlas.

Lentamente, pero aun imbuida en las formas y colores de sus dedos, levantó la mirada y la acabó posando al frente, pero sin ver ningún punto en específico. Un poco a su costado izquierdo, pero sin la necesidad de girar el rostro, se encontraba la persona que durante sus primeros once años de vida había sido un reflejo de espejo de sí misma. La adolescencia los había alejado pero sólo en aspecto físico. Ella continuó con el rostro suave y delicado, con los ángulos suaves bajando a una barbilla casi en punta pero suavizada por la feminidad. Él había conservado el mismo tipo de rostro, pero su mentón se había hecho más cuadrado y la nariz más grande. Había aparecido la nuez en el cuello y los huesos de sus cejas sobresalieron más que en los de ella; incluso había aparecido algo de barba que ahora era una masa de cabellos claros muy cortos que apenas se podían ver. Pero conservaban rasgos similares; aun poseían ese cabello claro reluciente que él llevaba corto y ella largo y ambos tenían esa iridiscencia extraña en sus ojos claros de diferente color, como si cada uno se hubiera sacado un ojo y lo hubieran intercambiado entre sí.

Ella mantuvo la mirada fija en la lisa pared, pero mirándole por el rabillo del ojo, hasta que él apartó la mirada de su lienzo y sus ojos conectaron. Él la observó con una mueca casi divertida que ella devolvió casi con mesura. Entonces escucharon el ruido de la puerta y ambos voltearon, cortando con la conexión rápidamente. Hubo un murmullo de resignación, aceptación y de satisfacción entre todos los alumnos cuando entró el profesor acompañado del modelo masculino de esa clase, y no se trataba del hombre que esperaban los gemelos. Sólo ella pudo ver el limitado perfil de los brazos de un hombre más que, de último, abandonaba la angosta pero bien equilibrada oficina de su profesor de arte ubicada del otro lado del pasillo. Distinguió la cicatriz que salía de su brazo cubierta a medias por la chaqueta de cuero natural arremangada. Vio el musculo extrañamente marcado en el cuerpo que a veces parecía demasiado delgado para tenerlo. De pronto se cerró la puerta y con un sobresalto, el profesor atrajo de nuevo su atención. Se olvidó del dolor en las uñas.

***

Encendió el último cigarrillo que le quedaba en la cajetilla. Arrugado en el fondo, había quedado invisible hasta que los demás se habían consumido. Se había convertido en una especie de ser amorfo, apretujado como si estuviera de más  pero él no lo había olvidado. Lo había sacado golpeado la cajetilla suavemente. El cigarro formaba casi con exactitud una letra C irregular y llena de zonas con huecos y ángulos agudos. Lo alisó con paciencia, permitiendo que la forma no desapareciera por completo. Cuando lo apoyó en sus resecos labios comprendió que lo único diferente con el cigarro era la apariencia: encenderlo fue tan sencillo como con los demás y el sabor era exactamente el mismo. Cerró los ojos al inhalar la nicotina, contemplando en su mente los ya sucedidos extenuantes minutos que había pasado en la oficina del profesor. Sólo sus oídos escucharon el golpe seco cuando se espalda golpeó en el muro de manera fatigada. Sobre su cabeza, tres pisos arriba, la clase se había llevado a cabo sin su presencia y bajo la tenue luz de un suave y lento atardecer; emanaba el olor característico del óleo, el grafito de los lápices y el  aceite disolvente a través de las ventanas abiertas que intercambiaba el aire denso del interior por una brisa fresca. Hubo un momento, durante la tarde, en el que apareció una sonrisa fugaz en su rostro, un amago de lo que podría ser una bufonada capaz de aún hacerle gracia, escondida de las otras dos presencias. La sensación de opresión dentro de aquella angosta oficina permaneció con él durante todo el tiempo que estuvo allí, sentado, mirando hacia afuera, reprimiéndose. Aquello fue una estancia inútil. Poco después, rehusándose a continuar con la farsa, a ser el bufón, el espantajo que esperaban sus compañeros que fuera, había traspuesto la puerta de la oficina y recorrido el pasillo a las escaleras rumbo al exterior.

El cigarro maltrecho se fue terminando junto con la caída del sol crepuscular, con él esperando por la noche, recargado en ese muro que se encontraba de espaldas a la entrada principal, al bullicio de la gente y los pasos de los profesores y los directivos. Era un escenario que expresaba de una manera literal la sensación que experimentaba cada minuto desde meses atrás.  Las cosas cambiaron poco a poco, como una tenue mancha que se había ido esparciendo a su alrededor, invadiendo primero su hogar y luego extendiéndose hasta la universidad, hasta los estudios y la carrera que antes amaba. Ahora había un muro de cristal dividiéndolo a él de todo a su alrededor, un miedo que parecía calar, entrar por el lecho ungueal de los dedos de sus pies y subir, partiendo músculo y tendones hasta enredarse en las arterias carótidas y penetrar en el cerebro. Un cambio irreversible y total y ahora completo. La noche cayó, aplastando el resto de luz natural que pronto fue suplantada por la insignificante luz artificial, tan fácil de destruir. Se apartó del muro con un empuje minúsculo de su espalda, la tensión de músculo cada vez más delgado pero aun fuerte. Consumido, el cigarro fue pisoteado sin clemencia en el suelo con una de sus gastadas botas. Fue delicioso sentir aquella presión esos instantes. El empuje de su cuerpo provocando la presión y el movimiento de su pie que trituró el filtro, el resto del tabaco y la nicotina. Un instante de absoluto control.


Anduvo hasta la salida, encorvado por la fatiga, a veces inclinándose lo suficiente como para ver sus pasos en el asfalto aun tibio del día. Al trasponer las rejas se detuvo, y volvió la vista al amplio patio, al edificio que se coronaba  como gobernante en el centro del terreno y a los árboles que salvaban de insolación en el verano; de inmediato volvió a la reja, observó las puntas de flecha que coronaban todo el enrejado que rodeaba el campus del departamento de artes de la universidad. Conforme más se acercaba el final de sus estudios, menos se esforzaba por concluirlos. Cada vez faltaba a más clases, se excusaba de las presenciales y se mostraba despistado en la mayoría; a veces ni siquiera estaba despierto. El primer aviso que recibió de la escuela fue una visita a la oficina del subdirector. No estaba listo para recibir una reprimenda de nadie. Aprovechó la expulsión temporal para descansar y pensar las cosas; intentó esforzarse. Suspiró, negando con la cabeza. El viento comenzaba a enfriarse a su alrededor, golpeando los muros y revolviendo su desastroso cabello conforme dejaba el campus atrás. Cuando miraba hacía el pasado, no recordaba el instante en que sus pies habían acabado mojados. El vaso se había llenado, pero no lo notó hasta que rebalsó. 

Gracias a rotzcoco por su ayuda con este capítulo. Dedicado a ella, sobre todo el complicado final.

martes, 1 de septiembre de 2015

Amanece - Prólogo

Rodó sobre la cama sin ganas, con el peso del sueño detrás de los parpados y la luz del sol quemándole pese a tener los ojos cerrados. Sintió el cansancio en cada célula del cuerpo y el olor de la sangre y el sudor impregnó su nariz en cuanto acercó su brazo a su rostro. Abrió los ojos por fin, de pronto, como el espasmo de quien despierta sobresaltado; escondidos estos en la almohada con olor a sudor y cigarrillos, y la primera imagen que tuvo de su habitación fue del buró con  el frasco de las pastillas abierto, el reloj sin alarma y la ropa sucia en la única silla del lugar. Su mirada borrosa se fue centrando y pronto los colores del cuarto brillaron con los rayos del sol que entraban a su espalda. Las manchas y los tonos grises deslucidos del tiempo, la madera ya casi arruinada del suelo, con ese tono café podrido y la cascarilla de pintura en el suelo.

Se sentó lentamente, rodando el cuerpo en la cama en completa desorientación hasta que pudo apoyarse en uno de sus brazos y restregarse el rostro fatigado con el otro, porque nunca lo hacía con las manos, con las uñas. El olor a sangre lo impregnaba todo y por un segundo tuvo miedo de ver a su alrededor, de ver las sábanas sucias impregnadas de aquel líquido carmesí.  Pero lo hizo, como si nada pasara, descendió los ojos rojos a su ropa de cama y un segundo después, estaba respirando profundamente, simulando ante el vacío cuarto que nada había sucedido, que nada le había preocupado. Las manchas eran pequeñas gotas, eran el camino fatigado que lo había llevado de vuelta a su cama arrastrando los pies. Pero no había nada más. No era una de esas noches. 

Una ola de tranquilidad viajó hasta su estómago y lo asentó ligeramente. Ahora estaba bien despierto. Se orilló y apartó las sábanas de su cuerpo. El aire fresco que entró del exterior lo ayudó a despejarse y entonces se estiró, lo que trajo de pronto que el repentino asentamiento de su estómago desapareciera casi por completo. Una ola de mareo envolvió su cabeza y bajó hasta taladrar la boca de su estómago. Pisó con sus pies desnudos lo que esperaba fuera el suelo, pero, por el contrario, se convirtió en algo pastoso y con pelo; una sensación suave, característica del pelaje animal, subió por los dedos de sus pies. Antes de pensarlo se inclinó adelante y encontró el cadáver de una criatura silvestre que no pudo identificar en un principio. Las vísceras estaban mordisqueadas, a medio comer y  el cadáver ya había hecho una mancha marrón en el suelo que aún estaba húmeda. Un acceso de vómito recorrió su laringe con violencia y pegando un brinco corrió al baño rápidamente. Tuvo suerte de que estuviera cerca.

No hizo falta que su mente trabajara en lo que había sucedido horas antes. El contenido de su estómago fue suficiente para que, de haber una duda, esta quedara resuelta. Vio con claridad las tripas y la carne mal digerida y sus nauseas aumentaron, pero lo que salió enseguida fue solo el líquido amarillento de la bilis, que le dejó un regusto amargo y desagradable en la boca. Su cuerpo quedó vacío de cualquier sustancia extra pero las náuseas persistieron. Escupió en el inodoro antes de tirar de la palanca y se enderezó, presionando sus ojos con su antebrazo fuertemente. Las lágrimas de las arcadas cosquillearon en sus mejillas, pero las aplacó rápidamente antes de que descendieran a su boca. Caminó al lavabo y se inclinó, lavándose la boca hasta que la sensación desagradable pareció desaparecer. Las náuseas no parecían querer marcharse pero las controló, pasándolas a la parte posterior de su cerebro, tratando de ignorarlas. 

Apartó la boca de la llave del agua del lavabo y de pronto se encontró mirando aquel rostro desconocido que siempre le había pertenecido. El pelo enmarañado y descuidado caía sobre sus ojos y cubría sus sienes rozando sus mejillas. Era un desastre de cabello ondulado, ensortijado, alborotado y con algunas zonas cubiertas de cierta sustancia que mantenía los mechones duros, pegados los cabellos entre sí y apretados fuertemente. Debajo de unas cejas oscuras y desiguales, tupidas en unas partes pero cortadas por cicatrices en otras, estaban los ojos más hundidos y cansados que había visto en su vida, los suyos propios. Los parpados se mantenían separados pese al cansancio y a la sombra de las pestañas oscuras estaban aquellas perlas violetas que rodeaban el circulo negro profundo de sus pupilas. Esos ojos que causaban más problemas de los que a cualquiera le gustaría sobrellevar. 

Se rascó la barbilla con el dorso de la mano derecha, allí donde lo vellos del rostro comenzaban a formar un nido incipiente que deseaba ser barba próximamente. Sus nudillos rozaron la parte baja del mentón que quedaba escondido por el hueso de la mandíbula, en la papada, y en su mente se formó el recuerdo de una cicatriz más que ahora sólo era una línea blanca que poco a poco se iba desvaneciendo. La diferencia era perceptible en su mente, pero no en el pliegue liso de la epidermis. Recordaba cómo se había hecho la mayoría de las cicatrices, algunas escondidas en la niebla del alcohol, otras a la niebla de la ira, y otras más causadas por el alcohol alimentando la ira, y las que no recordaba con la suficiente viveza a veces daban un flash en su mente provocado por el dolor que le habían causado al ser creadas. 

Levantó la mirada de su barbilla reflejada en el espejo y se miró así mismo, a su imagen en el espejo y los ojos hundidos que le regresaron la mirada con fastidio, harto de levantarse entre aquella mugre. Podía ver el límite de su vida en cada bastón de color, en cada línea del iris como flechas que pretendían obligarlo a seguir una maquiavélica ruta hacía un destino pero que no le daban un sentido real a la dirección que supuestamente tomaría. No había izquierda y derecha en su día a día, únicamente el mismo viaje que llevaba años recorriendo. De pronto brotó el fastidio de su ceño y se apartó del espejo y salió del baño. No había mucho que limpiar está vez, no había mucho que hacer antes de lanzarse a las calles nuevamente a perderse en atajos que sólo él conocía. No había sido una de esas noches. Había tenido suerte. Y ni siquiera pensaba en sí mismo.