domingo, 25 de octubre de 2015

Música

Fue más una casualidad que un accidente, pero lo escuchó, en una noche parecida a cualquiera, a finales del año pasado y atravesándose un clima frío como pocos se habían visto en la ciudad. La lluvia golpeaba varias veces a la semana y se interrumpía con nevadas extrañas, de poca duración pero muy crudas. La temperatura bajaba mucho durante la noche y solía haber un deshielo casi continuo en toda la ciudad.

Caminaba a un costado de la calle, quebrándose las uñas contra la pared con textura que había en ciertas zonas de las cuadras. Parecía disfrutar del ruido que hacían sus uñas en la pared, del esfuerzo que implicaba sortear las piedritas incrustadas en la superficie rugosa, del dolor que implicaba el que se incrustaran o se le fuera un pedazo de uña bajo la presión. La noche era gélida pero llena de bullicio, de vida y el sábado parecía estar despejado, retando a los demás días nublados y cargados de humedad.

Paseaba desde hacía un largo rato ya, discurriendo entre las calles y doblando en las esquinas cuando le apetecía o simplemente cambiando de una acera a otra. Se movía libre, sin sentido alguno. La chaqueta de cuero que llevaba a todos lados iba cerrada hasta el cuello esa noche y sus manos se escondían de vez en cuando en los bolsillos delanteros de sus pantalones de mezclilla oscura, cosa que mitigaba un poco el frío pero no lo aliviaba. Cuando comenzó a lloviznar estaba iniciando el descenso por una calle amplia en la que había varios locales desde el que salía un sonido ronco; el murmullo constante de cientos de personas reunidas en un local cerrado. Bares, clubes y antros. Era la zona del licor, de las drogas, de la música apabullante y cuerpos sudados moviéndose a un ritmo a veces desenfrenado y a veces suave y melodioso.

La lluvia continúo fluyendo, arreciando conforme las nubes se concentraban en la ciudad traídas por un fuerte viento que yacía en el cielo intocable. Pronto le caló sus huesos y acabó empapado. Fue por ese momento, cuando se encontraba completamente mojado, cuando la pequeña presión que había estado sintiendo hasta ese momento comenzó a transformarse en algo mucho más doloroso. La sensación de presión en su vejiga había comenzado hacía unas calles arriba, pero, para cuando llegó al local, se había transformado en un dolor terrible. No supo bien cómo fue que, en lugar de meterse en un callejón, en descargar la presión en el tronco de un árbol, en cualquier banqueta, prefirió introducirse en el local. En un local en específico, como si lo hubiera estado buscando desde hacía hora. Cuando se dirigió hacia allí, no estaba pensando en lo que hacía. Traspuso la entrada con un empellón, pasando entre la gente, tropezando con todo, caminando entre la multitud hasta que se topó con los sanitarios al otro lado del lugar. Una simple búsqueda para saciar una intensa necesidad. Entró y los baños sin puerta no aislaron para nada el murmullo constante de la música en vivo y el estruendo de la gente que gritaba al compás de la ruidosa voz del cantante o que hablaban entre ellos a gritos.

Los mingitorios ofrecían el mismo atractivo que la pared de una zona limitante entre dos bandas callejeras en guerra, así que alcanzó a escurrirse a un cubículo, ansiando una intimidad peculiar de él, y cerró la puerta de un fuerte tirón, corriendo el pestillo con la misma violencia. El alivio de la presión llevó a que su mente pusiera atención al escándalo que los adolescentes llamaban música. Pero no fue escandalo lo que escuchó. La voz era clara, desgarradora, ronca y poderosa y clamaba con ímpetu y poderío, retumbando por todo el recinto. Hizo que su espina dorsal vibrara por completo. Cerró los ojos, con la espalda alta apoyada en la puerta del cubículo y escuchó. Escuchó profundamente y mientras lo hacía, se formó en su mente la imagen del dueño de aquella voz. Permaneció inmóvil en el cubículo, como esperando por que sucediera algo. Pero de pronto hubo una pausa, un silencio entre una pieza y otra y ese silencio abstracto lo despertó. Compuso sus ropas mientras la fantasía imaginada se borraba de sus pupilas y salió del angosto espacio finalmente.
Su cuerpo estaba helado, sus ropas mojadas, pero sin llegar al grado de escurrir agua, pesaban sobre sus hombros y sus caderas. Sus manos engarrotadas ni siquiera sintieron el frío del agua cuando se las lavó, pero todas sus articulaciones dolieron cuando movió sus dedos. Intentó aplacar su cabello, revuelto por la humedad y el constante descuido, pero desistió, guiado por la necesidad de calor, que lo llevo a salir del baño. Observó el local por primera vez, la penumbra que era rodeado de calor, sudor y de luces neón que salían disparadas a la pista de baile desde las esquinas de los andamios que lo rodeaban. La superficie se elevaba casi veinte centímetros del piso, centrada en el local. A su alrededor había mesas redondas y pequeñas con sillas altas angostas donde se dejaban las bebidas y abrigos, pero nadie usaba más que como un punto de reunión al inicio de una velada de sábado por la noche.

Pero eso no era importante, lo que ocurría entre la gente o el calor casi sofocante que provocaban mientras se movían al son de la guitarra eléctrica y la batería no era lo que le importaba. Rodeó la pista, concentrado en el borde del escenario que acababa de descubrir por el rabillo del ojo. Estaba ubicado al fondo del todo, sobre una tarima bien provista de telón y electricidad. La música estridente provenía de allí y se esparcía por las bocinas con una potente nitidez. Al centro, se encontraba la voz que había estremecido sus huesos. Era joven, quizás apenas un poco mayor que él. Su pelo negro estaba revuelto, empapado de sudor. Entre los flashes de luz pudo ver el rojo fuego que se intercalaba entre su cabello, como lava derritiéndose, enfriándose. Llevaba unos pantalones de cuero y una playera gris con el dibujo de una dalia a lápiz impreso sobre el área del corazón. Su rostro se ensombrecía por las luces, pero pudo ver el movimiento perfecto de sus labios, casi forzados para que la letra saliera totalmente clara desde su garganta.

Se detuvo frente al escenario, separado de este por la pista de baile, por la gente que gritaba y brincaba, que bailaba. Distinguió a los pocos que hacían el amor con la música que escuchaban, aquellos que parecían tener un oído que funcionaba. El hombre al frente del escenario hacía que el sonido fuera tan real como la persona que tenía junto a él. Era algo que carecía de sentido; la posibilidad de hacer que las ondas sonoras se volvieran tangibles. En ese momento no lo sabría, pero aquel encuentro, esa palpitación, le daría un aliciente a la cual asirse cuando le tocara caer. Lo vio allí estaba allí de pie, abrazando con sus dos manos el micrófono, liberando su voz ronca suavemente, entonando algo lúgubre pero muy rítmico. Caminó a la barra, dejando la imagen del cantante lejos de él, la imagen de su cabello volviéndose ceniza, pisoteada por su voz. Se sentó en un banquillo cerca de la orilla y se pidió una cerveza.  

— ¿Quiénes son? — Preguntó después del segundo trago, con la garganta reseca siendo medianamente aliviada. La cerveza era oscura, sabía bien. La bebía por eso, no por el poco alcohol que contenía.

El sujeto detrás de la barra lo escuchó en una nueva pausa que la banda hizo. De reojo observó al vocalista tomando un hondo respiro antes de gritar, sin micrófono, a la audiencia. Se le enchinaron los vellos de todo el cuerpo. Volteó de nuevo a ver al empleado que ya estaba inclinado en la madera gastada de la barra, mirando al escenario.

— Se hacen llamar Dirty Rotten, sí, ese es el nombre de la banda… — Se encogió de hombros, como si le incomodara el nombre o no estuviera seguro de que fura ese. El nombre no aparecía en ninguna parte del escenario o en la batería. — El vocalista es Rick. Está loco, pero es un blanco. Nunca lo he visto tocado. 

— No les queda el nombre. — Respondió ausente, abstraído mientras el hombre al frente de la banda seguía cantando, sin descanso, destruyendo su realidad.


***

Puede que fuera esa sensación perdida ahora, después de meses, lo que lo llevara a desear volver a aquel sitio. El lugar dónde se encontraba el local estaba en su mente, dibujado el mapa con claridad, pero del interior del lugar no había nada, era la voz del cantante y no su apariencia lo que tenía en mente. Era el timbre, su vibrato, lo que recordaba, no las luces, no al sujeto en la barra, no la dulzosa amargura de la cerveza en su paladar.

El camino por el cual paseaba era el mismo, las calles tenían los mismos nombres y el suelo la misma textura. Los colores de la casa estaban más claros, sin el tinte que la lluvia dejaba al escurrir por las paredes. El clima era más seco y caluroso y el sol se escondía cada vez con mayor lentitud en el poniente, pero él seguía llevando su chaqueta de cuero, que ahora le quedaba un poco más floja, cómo si un frío desconocido lo envolviera en todo momento y lo consumiera poco a poco.
Tuvo que hacer tiempo antes de pretender ir al local. Se paseó por las calles acostumbradas, dando vueltas innecesarias, esperando por que el sol se ocultara por completo y la noche cobijara bajo sus mantos a los amantes del alcohol y el desenfreno. Subió por una avenida que lo llevó a un centro comercial mediano en donde no ingresó, pero dónde sí permaneció casi una hora en el exterior, observando las vitrinas con sus luces chispeantes y el murmullo encerrado detrás de las paredes de cristal. Finalmente, cuando el sol se marchó y toda la ciudad estuvo iluminada por las luces artificiales, dio la media vuelta y volvió sobre sus pasos a aquellas calles que parecían llamarlo, como si fueran la criatura que lo vio nacer a esta nueva parte de su vida. Desgraciada pero real.

Y la prisa despareció y su mente se despejó de las carreras. Caminó, como solía hacer, por el mero hecho de dar un paso delante del otro durante un largo rato. Caminó hasta que se detuvo en una esquina, recibiendo de golpe, como si le cayera un rayo, la impresión de estar caminando en una nube inestable. El mundo trazó frente a él líneas de colores por donde deberían de esta pasando los automóviles y todo se pintó de esos colores que se extendieron en el suelo como agua, directo hacía sus pies, salvando la banqueta de cemento como si el desnivel no existiera. Retrocedió lentamente hasta la pared, apoyándose allí con las piernas separadas. La sensación era extraña, iba más allá del mareo, de la noción de estar perdiendo la capacidad de mantenerse consiente. Le recordó a cierta droga que te hace flotar como si fueras ingrávido. No sentía el pánico de un desmayo, pero si la sensación de perder el control sobre sí mismo. Sonrió, levantando la cabeza, esperando, con los ojos cerrados.
Entonces escuchó el maullido de un gato, un eco que llegó de alguna parte sobre su cabeza, formando ondas transparentes que, chocando contra las de color que seguían expandiéndose, las fueron aniquilando poco a poco, devorándolas como si las ondas fueran colmillos y el vacío de color una boca pétrea y eterna que devoraba la psicodelia del mareo. Todo pasó tan pronto como había iniciado. Abrió los ojos y el mundo era una línea de realidad conocida otra vez.  


Encontró la calle en la que se encontraba el local tan fácilmente como si hubiera pasado por allí muchas veces. Se detuvo en la parte alta de la calle, viendo el suave columpio que, al elevarse, hacía que aquel lugar descuidado por fuera resaltara de una peculiar manera. Habían pasado casi seis meses desde aquella noche lluviosa, pero todo parecía igual, sólo que sin la pátina de humedad con la que lo conoció. La cortina de lluvia también se había desvanecido y el tumulto y el ruido salía con intensidad de las puertas cerradas. Como la primera vez que entrara al local, está vez tampoco hubo que pagar por ingresar a local, aunque finalmente pudo ver el letrero que avisaba el consumo mínimo según el día de la semana. Faltaban dos días para el sábado y el sitio se encontraba algo vacío. La falta de la música viva parecía tener que ver con ello. El estruendo eléctrico de la música pregrabada provenía de unas bocinas con amplificador instaladas por el local. 

Rodeó el local rumbo a la barra y acabó por sentarse en el mismo banco que ocupó aquella noche de sábado. Cruzó los brazos y los apoyó en la superficie gastada y húmeda. Era un par de horas más temprano que la primera vez que puso un pie allí pero el murmullo de la gente, que era mucho más suave que la primera vez que estuvo allí, ya le irritaba. Su agudeza de oído, la cual comenzó lentamente varios meses atrás, pero que repentinamente una noche parecía haber empeorado, trajo consigo el constante ruido. Inclinó la cabeza, como si tuviera los oídos tapados y se golpeó levemente la oreja derecha. El sonido repercutió en su cabeza, dentro de su oído y opaco por un instante el constante murmullo. Al enderezarse, empero, todo murmullo volvió como si nada hubiera sucedido. Se resignó, pasando las manos por su cabeza, aplastando la tormenta perenne que era su cabello por los segundos en los que su mano ejerció presión.

La música eléctrica que expelían los altavoces no le interesó en absoluto, no hubo ninguna sensación vibrante y no sintió que perdía el sentido de lo que la vida era. La vibración de intensidad que daba aquella voz a la música no existía en ese momento dentro de las paredes. Bebió en silencio, sin pretender interés en nadie, sin pensar en nada. Y los minutos se volvieron horas dentro de aquel silencio en el que su mente estaba inmersa y el ruido del local disminuyó hasta convertirse en un murmullo más suave que aquel a que se acostumbró. Entonces, mientras el chico de la barra estaba tarareando al ritmo de la canción que sonaba, mientras acababa de beber su ya caliente cerveza, aquella mujer apareció.

Una mujer, una mujer común y corriente arreglada, pintada para verse más hermosa. Una mujer que deseó repentinamente, la deseo con locura, tanto que casi se ahoga con su cerveza cuando ella se inclinó, rodeó el banquillo junto al suyo y se sentó. Pidió una cerveza, otra cosa que fue de lo más común, la misma que él tomaba, una cualquiera, como la misma chica. La observó fijamente, casi con arrebato, lo que fueron largos minutos, sin notar en absoluto la insistencia de su mirada sino hasta que ella se giró y se topó con su mirada. Sintió el tirón de placer y un hambre voraz por ella que lo dejó sin aire. No, aquello no podía ser. Pero lo era y ella parecía encantada con aquella atención que él estaba dispuesto a proporcionarle.


En aquel silencio casi intimo esperaron, él a la expectativa y ella alargando el momento antes de dar el paso que los dos sabían que iba a dar. No pudo beber más de su botella, fue como si la garganta se le cerrara abruptamente, por lo que, estirando el brazo hacia el chico de la barra, empujó su botella a medio vaciar y negó. Pagó entonces y se puso de pie. Ella lo imitó, dejando la cerveza vacía junto a la otra; se había dado cuenta que él pagó por las dos botellas. La miró y se sintió desarmado cuando ella se acercó y le tomó de la mano, tirando de él. Se dejó llevar, incapaz de pensar o de negarse a aquella invitación tan oportuna. Y no le importó a donde iban, ni que el murmullo de la gente se fuera esfumando mientras él la seguía como un ciego en busca de la cura para su mundo en negro.