Fue más una casualidad que un accidente, pero lo escuchó, en
una noche parecida a cualquiera, a finales del año pasado y atravesándose un
clima frío como pocos se habían visto en la ciudad. La lluvia golpeaba varias
veces a la semana y se interrumpía con nevadas extrañas, de poca duración pero
muy crudas. La temperatura bajaba mucho durante la noche y solía haber un
deshielo casi continuo en toda la ciudad.
Caminaba a un costado de la calle, quebrándose las uñas
contra la pared con textura que había en ciertas zonas de las cuadras. Parecía
disfrutar del ruido que hacían sus uñas en la pared, del esfuerzo que implicaba
sortear las piedritas incrustadas en la superficie rugosa, del dolor que
implicaba el que se incrustaran o se le fuera un pedazo de uña bajo la presión.
La noche era gélida pero llena de bullicio, de vida y el sábado parecía estar
despejado, retando a los demás días nublados y cargados de humedad.
Paseaba desde hacía un largo rato ya, discurriendo entre las
calles y doblando en las esquinas cuando le apetecía o simplemente cambiando de
una acera a otra. Se movía libre, sin sentido alguno. La chaqueta de cuero que
llevaba a todos lados iba cerrada hasta el cuello esa noche y sus manos se
escondían de vez en cuando en los bolsillos delanteros de sus pantalones de
mezclilla oscura, cosa que mitigaba un poco el frío pero no lo aliviaba. Cuando
comenzó a lloviznar estaba iniciando el descenso por una calle amplia en la que
había varios locales desde el que salía un sonido ronco; el murmullo constante
de cientos de personas reunidas en un local cerrado. Bares, clubes y antros.
Era la zona del licor, de las drogas, de la música apabullante y cuerpos
sudados moviéndose a un ritmo a veces desenfrenado y a veces suave y melodioso.
La lluvia continúo fluyendo, arreciando conforme las nubes
se concentraban en la ciudad traídas por un fuerte viento que yacía en el cielo
intocable. Pronto le caló sus huesos y acabó empapado. Fue por ese momento,
cuando se encontraba completamente mojado, cuando la pequeña presión que había
estado sintiendo hasta ese momento comenzó a transformarse en algo mucho más
doloroso. La sensación de presión en su vejiga había comenzado hacía unas calles
arriba, pero, para cuando llegó al local, se había transformado en un dolor
terrible. No supo bien cómo fue que, en lugar de meterse en un callejón, en
descargar la presión en el tronco de un árbol, en cualquier banqueta, prefirió
introducirse en el local. En un local en específico, como si lo hubiera estado
buscando desde hacía hora. Cuando se dirigió hacia allí, no estaba pensando en
lo que hacía. Traspuso la entrada con un empellón, pasando entre la gente,
tropezando con todo, caminando entre la multitud hasta que se topó con los sanitarios
al otro lado del lugar. Una simple búsqueda para saciar una intensa necesidad. Entró
y los baños sin puerta no aislaron para nada el murmullo constante de la música
en vivo y el estruendo de la gente que gritaba al compás de la ruidosa voz del
cantante o que hablaban entre ellos a gritos.
Los mingitorios ofrecían el mismo atractivo que la pared de
una zona limitante entre dos bandas callejeras en guerra, así que alcanzó a escurrirse
a un cubículo, ansiando una intimidad peculiar de él, y cerró la puerta de un
fuerte tirón, corriendo el pestillo con la misma violencia. El alivio de la
presión llevó a que su mente pusiera atención al escándalo que los adolescentes
llamaban música. Pero no fue escandalo lo que escuchó. La voz era clara, desgarradora,
ronca y poderosa y clamaba con ímpetu y poderío, retumbando por todo el recinto.
Hizo que su espina dorsal vibrara por completo. Cerró los ojos, con la espalda
alta apoyada en la puerta del cubículo y escuchó. Escuchó profundamente y
mientras lo hacía, se formó en su mente la imagen del dueño de aquella voz. Permaneció
inmóvil en el cubículo, como esperando por que sucediera algo. Pero de pronto hubo
una pausa, un silencio entre una pieza y otra y ese silencio abstracto lo
despertó. Compuso sus ropas mientras la fantasía imaginada se borraba de sus
pupilas y salió del angosto espacio finalmente.
Su cuerpo estaba helado, sus ropas mojadas, pero sin llegar al
grado de escurrir agua, pesaban sobre sus hombros y sus caderas. Sus manos
engarrotadas ni siquiera sintieron el frío del agua cuando se las lavó, pero
todas sus articulaciones dolieron cuando movió sus dedos. Intentó aplacar su
cabello, revuelto por la humedad y el constante descuido, pero desistió, guiado
por la necesidad de calor, que lo llevo a salir del baño. Observó el local por
primera vez, la penumbra que era rodeado de calor, sudor y de luces neón que salían
disparadas a la pista de baile desde las esquinas de los andamios que lo
rodeaban. La superficie se elevaba casi veinte centímetros del piso, centrada
en el local. A su alrededor había mesas redondas y pequeñas con sillas altas
angostas donde se dejaban las bebidas y abrigos, pero nadie usaba más que como
un punto de reunión al inicio de una velada de sábado por la noche.
Pero eso no era importante, lo que ocurría entre la gente o el
calor casi sofocante que provocaban mientras se movían al son de la guitarra
eléctrica y la batería no era lo que le importaba. Rodeó la pista, concentrado
en el borde del escenario que acababa de descubrir por el rabillo del ojo. Estaba
ubicado al fondo del todo, sobre una tarima bien provista de telón y
electricidad. La música estridente provenía de allí y se esparcía por las
bocinas con una potente nitidez. Al centro, se encontraba la voz que había
estremecido sus huesos. Era joven, quizás apenas un poco mayor que él. Su pelo
negro estaba revuelto, empapado de sudor. Entre los flashes de luz pudo ver el
rojo fuego que se intercalaba entre su cabello, como lava derritiéndose,
enfriándose. Llevaba unos pantalones de cuero y una playera gris con el dibujo
de una dalia a lápiz impreso sobre el área del corazón. Su rostro se ensombrecía
por las luces, pero pudo ver el movimiento perfecto de sus labios, casi
forzados para que la letra saliera totalmente clara desde su garganta.
Se detuvo frente al escenario, separado de este por la pista
de baile, por la gente que gritaba y brincaba, que bailaba. Distinguió a los
pocos que hacían el amor con la música que escuchaban, aquellos que parecían tener
un oído que funcionaba. El hombre al frente del escenario hacía que el sonido fuera
tan real como la persona que tenía junto a él. Era algo que carecía de sentido;
la posibilidad de hacer que las ondas sonoras se volvieran tangibles. En ese
momento no lo sabría, pero aquel encuentro, esa palpitación, le daría un
aliciente a la cual asirse cuando le tocara caer. Lo vio allí estaba allí de
pie, abrazando con sus dos manos el micrófono, liberando su voz ronca suavemente,
entonando algo lúgubre pero muy rítmico. Caminó a la barra, dejando la imagen
del cantante lejos de él, la imagen de su cabello volviéndose ceniza, pisoteada
por su voz. Se sentó en un banquillo cerca de la orilla y se pidió una cerveza.
— ¿Quiénes son? — Preguntó después del segundo trago, con la
garganta reseca siendo medianamente aliviada. La cerveza era oscura, sabía
bien. La bebía por eso, no por el poco alcohol que contenía.
El sujeto detrás de la barra lo escuchó en una nueva pausa
que la banda hizo. De reojo observó al vocalista tomando un hondo respiro antes
de gritar, sin micrófono, a la audiencia. Se le enchinaron los vellos de todo
el cuerpo. Volteó de nuevo a ver al empleado que ya estaba inclinado en la
madera gastada de la barra, mirando al escenario.
— Se hacen llamar Dirty Rotten, sí, ese es el nombre de la
banda… — Se encogió de hombros, como si le incomodara el nombre o no estuviera
seguro de que fura ese. El nombre no aparecía en ninguna parte del escenario o
en la batería. — El vocalista es Rick. Está loco, pero es un blanco. Nunca lo
he visto tocado.
— No les queda el nombre. — Respondió ausente, abstraído mientras el hombre al
frente de la banda seguía cantando, sin descanso, destruyendo su realidad.
***
Puede que fuera esa sensación perdida ahora, después de
meses, lo que lo llevara a desear volver a aquel sitio. El lugar dónde se
encontraba el local estaba en su mente, dibujado el mapa con claridad, pero del
interior del lugar no había nada, era la voz del cantante y no su apariencia lo
que tenía en mente. Era el timbre, su vibrato,
lo que recordaba, no las luces, no al sujeto en la barra, no la dulzosa
amargura de la cerveza en su paladar.
El camino por el cual paseaba era el mismo, las calles tenían
los mismos nombres y el suelo la misma textura. Los colores de la casa estaban
más claros, sin el tinte que la lluvia dejaba al escurrir por las paredes. El
clima era más seco y caluroso y el sol se escondía cada vez con mayor lentitud
en el poniente, pero él seguía llevando su chaqueta de cuero, que ahora le
quedaba un poco más floja, cómo si un frío desconocido lo envolviera en todo momento
y lo consumiera poco a poco.
Tuvo que hacer tiempo antes de pretender ir al local. Se
paseó por las calles acostumbradas, dando vueltas innecesarias, esperando por
que el sol se ocultara por completo y la noche cobijara bajo sus mantos a los
amantes del alcohol y el desenfreno. Subió por una avenida que lo llevó a un
centro comercial mediano en donde no ingresó, pero dónde sí permaneció casi una
hora en el exterior, observando las vitrinas con sus luces chispeantes y el murmullo
encerrado detrás de las paredes de cristal. Finalmente, cuando el sol se marchó
y toda la ciudad estuvo iluminada por las luces artificiales, dio la media vuelta
y volvió sobre sus pasos a aquellas calles que parecían llamarlo, como si
fueran la criatura que lo vio nacer a esta nueva parte de su vida. Desgraciada
pero real.
Y la prisa despareció y su mente se despejó de las carreras.
Caminó, como solía hacer, por el mero hecho de dar un paso delante del otro
durante un largo rato. Caminó hasta que se detuvo en una esquina, recibiendo de
golpe, como si le cayera un rayo, la impresión de estar caminando en una nube
inestable. El mundo trazó frente a él líneas de colores por donde deberían de
esta pasando los automóviles y todo se pintó de esos colores que se extendieron
en el suelo como agua, directo hacía sus pies, salvando la banqueta de cemento
como si el desnivel no existiera. Retrocedió lentamente hasta la pared,
apoyándose allí con las piernas separadas. La sensación era extraña, iba más allá
del mareo, de la noción de estar perdiendo la capacidad de mantenerse
consiente. Le recordó a cierta droga que te hace flotar como si fueras ingrávido.
No sentía el pánico de un desmayo, pero si la sensación de perder el control
sobre sí mismo. Sonrió, levantando la cabeza, esperando, con los ojos cerrados.
Entonces escuchó el maullido de un gato, un eco que llegó de
alguna parte sobre su cabeza, formando ondas transparentes que, chocando contra
las de color que seguían expandiéndose, las fueron aniquilando poco a poco, devorándolas
como si las ondas fueran colmillos y el vacío de color una boca pétrea y eterna
que devoraba la psicodelia del mareo. Todo pasó tan pronto como había iniciado.
Abrió los ojos y el mundo era una línea de realidad conocida otra vez.
Encontró la calle en la que se encontraba el local tan
fácilmente como si hubiera pasado por allí muchas veces. Se detuvo en la parte
alta de la calle, viendo el suave columpio que, al elevarse, hacía que aquel
lugar descuidado por fuera resaltara de una peculiar manera. Habían pasado casi
seis meses desde aquella noche lluviosa, pero todo parecía igual, sólo que sin
la pátina de humedad con la que lo conoció. La cortina de lluvia también se
había desvanecido y el tumulto y el ruido salía con intensidad de las puertas
cerradas. Como la primera vez que entrara al local, está vez tampoco hubo que
pagar por ingresar a local, aunque finalmente pudo ver el letrero que avisaba
el consumo mínimo según el día de la semana. Faltaban dos días para el sábado y
el sitio se encontraba algo vacío. La falta de la música viva parecía tener que
ver con ello. El estruendo eléctrico de la música pregrabada provenía de unas bocinas
con amplificador instaladas por el local.
Rodeó el local rumbo a la barra y acabó por sentarse en el
mismo banco que ocupó aquella noche de sábado. Cruzó los brazos y los apoyó en
la superficie gastada y húmeda. Era un par de horas más temprano que la primera
vez que puso un pie allí pero el murmullo de la gente, que era mucho más suave
que la primera vez que estuvo allí, ya le irritaba. Su agudeza de oído, la cual
comenzó lentamente varios meses atrás, pero que repentinamente una noche
parecía haber empeorado, trajo consigo el constante ruido. Inclinó la cabeza, como
si tuviera los oídos tapados y se golpeó levemente la oreja derecha. El sonido repercutió
en su cabeza, dentro de su oído y opaco por un instante el constante murmullo. Al
enderezarse, empero, todo murmullo volvió como si nada hubiera sucedido. Se
resignó, pasando las manos por su cabeza, aplastando la tormenta perenne que
era su cabello por los segundos en los que su mano ejerció presión.
La música eléctrica que expelían los altavoces no le
interesó en absoluto, no hubo ninguna sensación vibrante y no sintió que perdía
el sentido de lo que la vida era. La vibración de intensidad que daba aquella
voz a la música no existía en ese momento dentro de las paredes. Bebió en silencio,
sin pretender interés en nadie, sin pensar en nada. Y los minutos se volvieron
horas dentro de aquel silencio en el que su mente estaba inmersa y el ruido del
local disminuyó hasta convertirse en un murmullo más suave que aquel a que se acostumbró.
Entonces, mientras el chico de la barra estaba tarareando al ritmo de la canción
que sonaba, mientras acababa de beber su ya caliente cerveza, aquella mujer
apareció.
Una mujer, una mujer común y corriente arreglada, pintada
para verse más hermosa. Una mujer que deseó repentinamente, la deseo con locura,
tanto que casi se ahoga con su cerveza cuando ella se inclinó, rodeó el
banquillo junto al suyo y se sentó. Pidió una cerveza, otra cosa que fue de lo
más común, la misma que él tomaba, una cualquiera, como la misma chica. La observó
fijamente, casi con arrebato, lo que fueron largos minutos, sin notar en
absoluto la insistencia de su mirada sino hasta que ella se giró y se topó con
su mirada. Sintió el tirón de placer y un hambre voraz por ella que lo dejó sin
aire. No, aquello no podía ser. Pero lo era y ella parecía encantada con
aquella atención que él estaba dispuesto a proporcionarle.
En aquel silencio casi intimo esperaron, él a la expectativa
y ella alargando el momento antes de dar el paso que los dos sabían que iba a
dar. No pudo beber más de su botella, fue como si la garganta se le cerrara
abruptamente, por lo que, estirando el brazo hacia el chico de la barra, empujó
su botella a medio vaciar y negó. Pagó entonces y se puso de pie. Ella lo
imitó, dejando la cerveza vacía junto a la otra; se había dado cuenta que él
pagó por las dos botellas. La miró y se sintió desarmado cuando ella se acercó
y le tomó de la mano, tirando de él. Se dejó llevar, incapaz de pensar o de
negarse a aquella invitación tan oportuna. Y no le importó a donde iban, ni que
el murmullo de la gente se fuera esfumando mientras él la seguía como un ciego
en busca de la cura para su mundo en negro.